“¿Estabas hace cinco horas en el aeropuerto de Barcelona?”, pregunté el 27 de marzo por teléfono a alguien a quien no conocía en persona. Acababa de meterme en un coche en el aeropuerto de Sevilla, adonde había llegado desde Bilbao tras una escala de cuatro horas en Barcelona. Me encontraba en la capital andaluza para dar una charla sobre cómo a todos nos pueden engañar. “Sí, estaba en el Prat”, me respondió mi interlocutor. “Pues te voy a incluir en mi conferencia de esta tarde”, le dije. Había vivido mi milagro de marzo.
Dos días antes de esa escena, en la redacción del periódico donde trabajo, había estado varias horas a la espera de una foto para unas páginas dedicadas a un acto que iba a presentar una semana más tarde. Era un retrato de Josu Aurrekoetxea, directivo de Global In Media, una empresa que analiza para las cadenas de televisión españolas el impacto de sus producciones en las redes sociales. Nunca había hablado con él antes y era la primera vez que veía su rostro. Metí la foto en la página y me fui a casa. 36 horas después, caminaba por la terminal del aeropuerto barcelonés cuando me crucé con alguien cuya cara me sonaba. Fue todo muy rápido, pero mi cerebro acabó conectando aquel rostro con la foto del periódico. ¿Era el mismo hombre?
Mientras desayunaba en Barcelona, decidí llamar a Aurrekoetxea nada más llegar a Sevilla. Iba a empezar mi charla hablando del azar y la causalidad que solemos buscarle, recordando otra sorprendente de coincidencia que me había ocurrido mes y medio antes. Si él no era el tipo con quien me había cruzado, no pasaba nada; si lo era… Casualidades dentro de casualidades, dentro de casualidades…
Bombardeo de estímulos
El 12 de febrero, celebramos en Bilbao el Día de Darwin con unas conferencias en la biblioteca municipal. Lo hacemos desde hace ocho años. Soy uno de los organizadores y, minutos antes de entrar en la sala, fui a recoger a la ventanilla de préstamo de libros unas tarjetas publicitarias del acto para mi archivo. La mujer que estaba en la cola delante de mí había pedido uno de los tres volúmenes de la Divina comedia, de Dante. Al darle el libro, el bibliotecario le comentó que, cuando leyera la narración del viaje al Infierno, vería los terribles castigos que se le habían ocurrido al autor. Sin darle ninguna importancia, recogí las tarjetas y me fui a escuchar las conferencias, una sobre neandertales y otra sobre la posibilidad de resucitar especies extinguidas. Fueron muy interesantes, así que pronto me olvidé de Dante y su Infierno.
Lo primero que hice al día siguiente, nada más sentarme en mi mesa de trabajo, fue leer un artículo recién publicado en la revista científica italiana Meccanica. Trataba de una nueva investigación sobre la sábana santa. Los autores defendían la idea de que la imagen era un subproducto de emisiones de neutrones, consecuencia de un fuerte terremoto ocurrido en el año 33 en Jerusalén. Esas partículas también habían alterado la cantidad de carbono 14 de la tela hasta el punto de rejuvenecerla más de mil años. Por eso, el examen del radiocarbono de 1988 la había datado “entre 1260 y 1390 (±10 años)”, y no en el siglo I. Eran unas conclusiones disparatadas. Si tuvieran algún atisbo de realidad, el mundo estaría lleno de telas impresas mágicamente cada vez que un temblor de tierra hubiera pillado a alguien entre las sábanas y, además, conoceríamos otros objetos de ésa época con alteraciones similares en el carbono 14. No es así.
Lo que más me sorprendió, no obstante, fue que una de las fuentes que citaban los autores para defender la existencia del providencial terremoto era una obra de ficción: “Ese suceso es también mencionado por Dante Alighieri, en el Canto XXI del Infierno, como el terremoto más violento que nunca había sacudido la Tierra”, escribían. Tan ridículo como si un ufólogo citase la película Ultimátum a la Tierra (1952) para apoyar la idea de que nos visitan extraterrestres en platillos volantes; pero allí estaba la Divina comedia cruzándose en mi vida por segunda vez en menos de 24 horas.
Pocos días después, el poeta italiano volvió a llamar mi atención. Estaba en casa viendo el último episodio de la decimotercera temporada de CSI cuando, de repente, el forense que interpreta Ted Danson explicó a uno de sus colaboradores que el autor de los crímenes en serie que investigaban se inspiraba en los tormentos que narra Dante en el Infierno de la Divina comedia. ¡No podía ser! ¿Me estaba urgiendo alguien desde el Más Allá a que leyera ese clásico? La verdad es que no.
El matemático inglés John Edensor Littlewood, (1885-1977), profesor de la Universidad de Cambridge, estableció que podemos esperar vivir un milagro al mes, entendiendo milagro como “un evento extraordinario que tiene un significado especial y ocurre con una frecuencia de uno entre un millón”. Asumía Littlewood que, durante las horas que estamos alerta -que él cifraba en ocho diarias-, percibimos un estímulo por segundo por cualquiera de los sentidos, lo que supone 3.600 a la hora, 28.800 al día y un millón cada 35 días. Así pues, cada poco más de un mes vivimos un aparente milagro.
El mío de febrero fue Dante; el de marzo, Josu Aurrekoetxea. Naturalmente, podía haberles buscado a ambos causas misteriosas. Es lo que hacen quienes no son conscientes de la gran cantidad de estímulos a los que estamos expuestos ni de nuestra memoria selectiva. Todos hemos soñado alguna vez con alguien con quien no habíamos tenido contacto en mucho tiempo -incluso, años- y, al día siguiente, nos ha llamado o nos han contado algo de él. Pero ¿se acuerda usted de cuántas veces ha soñado con esa persona y no ha pasado nada? No, ¿verdad? Yo tampoco, ni me acuerdo de muchos otros libros, películas, cuadros, composiciones musicales y personas que se han cruzado en mi vida desde febrero, pero sí de Dante y su Divina comedia. Desde aquella tarde en la biblioteca, me he topado con esa obra más veces que las aquí contadas, pero es que ya voy buscándola. Soy yo el que persigo a Dante, no él a mí.