Hay en España un programa de televisión que desde hace más de diez años funciona como un gigantesco aspersor de desinformación. Lo emite un canal generalista cuya matriz es la reina de lo que se ha dado en llamar telebasura. El espacio lo dirige y presenta un periodista que ya antes de saltar a la pequeña pantalla había demostrado un rigor equiparable al de Andrew Wakefield y Charles Berlitz, inventores de la falsa relación entre las vacunas y el autismo y del misterio del triángulo de las Bermudas, respectivamente. Sin embargo, además de los charlatanes, chiflados y periodistas dispuestos a cualquier cosa por un puñado de euros, nuestro protagonista ha conseguido que algunos científicos y escépticos acudan de vez en cuando a su llamada, algo con lo que esos defensores de la ciencia y la razón están, desde mi punto de vista, alimentando al monstruo.
Para que vean que no soy un exagerado -o que lo soy-, el director del programa ha defendido que los astronautas encontraron ruinas en la Luna; dice que la ciencia depende de mafias; ha presentado un ejemplar de la revista satírica The Onion como si fuera un periódico real; ha mandado a un colaborador a grabar psicofonías a un campo de exterminio nazi; ha identificado como un viajero del tiempo a un pobre joven atropellado por un tren; ha tomado un montaje fotográfico por una conspiración astronáutica soviética; ha calificado a una mendiga de aparición fantasmal; ha ensalzado a un expoliador arqueológico… Sumen a eso la habitual dosis de fantasmas, conspiraciones, fenómenos paranormales, montajes auspiciados por él mismo, milagrería católica y extraterrestres, y ya pueden hacerse una idea de cómo es el espacio. Hace años, un crítico de televisión calificó su contenido de investigación imbécil.
De vez en cuando, nuestro protagonista invita al programa a un científico o escéptico para que se pronuncie sobre un hallazgo de actualidad o participe en un debate frente al charlatán de turno. La presencia en el plató del crítico le sirve al director del espacio para jactarse de que lo que él hace es divulgación porque expone todos los puntos de vista y a su llamada acuden expertos de primera línea. Desgraciadamente, tiene razón en esto último. La estrategia no es nueva. Ya en el editorial del número inaugural de Fate, la primera revista dedicada a explotar la creencia en lo paranormal, Raymond A. Palmer decía en la primavera de 1948 que se trataba de una publicación “dedicada a la defensa de la razón”, “al método científico” y al “análisis de lo conocido y lo desconocido”. Al igual que el programa objeto de estas líneas, el primer número de Fate incluía un riguroso artículo de un periodista especializado en aeronáutica, embutido entre uno de Kenneth Arnold en el que narraba su visión de los primeros platillos volantes del 24 de junio de 1947 y otro sin firmar -escrito por Palmer- sobre las apariciones de esos extraños objetos registradas desde entonces.
Una vieja estrategia
Entre 1961 y 1971, Louis Pauwels y Jacques Bergier, autores de El retorno de los brujos, hicieron lo propio en la revista Planète, donde firmas como las de Umberto Eco, Isaac Asimov, Fredric Brown y otros autores de ciencia ficción y pensadores compartían espacio con las ficciones pseudocientíficas de los responsables de la publicación y sus colegas. La revista era un popurrí de ciencia ficción, divulgación, filosofía y misterios paranormales. Su versión española, dirigida por el ufólogo Antonio Ribera, hizo tres cuartos de lo mismo entre 1968 y 1971. En un mismo número podía hablarse del peligro de las sectas y la pseudociencia, de Charles Fort como un adelantado y de lo que se sabía en aquel momento sobre la célula. En los años 70, siguieron en España ese esquema publicaciones como Mundo Desconocido y Karma.7, tan demenciales como Fate, pero en las que en muchas ocasiones se daba la información sobre la exploración espacial que apenas merecía unas líneas en los periódicos. Posteriormente, en los 90, varios espacios radiofónicos dedicados a lo paranormal cogieron en España la costumbre de entrevistar a científicos entre segmentos dedicados a la promoción de videntes, visitas alienígenas, posesiones demoniacas e inexistentes misterios del pasado.
Si no es algo nuevo, ¿por qué resulta preocupante lo que pasa en el programa de televisión del que hablo? Entre otras cosas, porque ahora los científicos, divulgadores y escépticos que colaboran en un proyecto así son conscientes de lo que hacen, como ya les ocurría a los de la radio española de los años 90. Supongo que en los tiempos de Planète y Horizonte -su versión española-, la revista adquiría los textos a través de agencias que lo mismo le vendían un cuento de Arthur C. Clarke que una reflexión de Edgar Morin para llenar huecos entre los artículos de ufólogos, criptozoólogos y cazafantasmas sin que sus autores supieran nada. Ir a un programa de radio y televisión hoy es otra cosa y más cuando es de sobra conocido que se trata de un espacio dedicado al misterio.
Hace más de una década, tras hacerle una entrevista para el periódico en que trabajo, pregunté informalmente a un entonces popular físico español si no era consciente de que, al participar en programas de radio esotéricos, estaba ayudando a que los charlatanes legitimaran sus delirantes mensajes de cara al público general. El talante amistoso que había habido durante la entrevista se esfumó, me miró con hostilidad y rehuyó contestar. Volví a interpelarle y ahí acabó nuestro encuentro.
Cada uno es muy libre de acudir a la llamada de los programas de radio y televisión que quiera, pero exponer el punto de vista crítico en un entorno rendido a la pseudociencia y la superstición es tan efectivo como difundir el ateísmo en una iglesia o mezquita. Además, concede a los autodenominados periodistas del misterio la posibilidad de erigirse, como ya han hecho en algunos casos,en árbitros de un debate en el que son parte interesada. Porque ellos tienen su bando muy claro. Las principales estrellas de lo paranormal siempre se han negado en España a intervenir en debates con escépticos en entornos neutrales, en programas de radio y televisión cuyos resortes no controlan y no pueden trucar a su antojo. O se juega en su terreno o no se juega.
Cada vez que un científico o divulgador participa en un programa dedicado a la difusión de falsos misterios, su mensaje se pudre como una manzana en contacto con otras podridas y envía un mensaje inequívoco al público: la opinión basada en las pruebas tiene el mismo valor que la del iluminado que sostiene que pronto de van a abrirse una puertas estelares en nuestro planeta o que las vacunas provocan autismo, por ejemplo, porque ambos, el escéptico y el chiflado comparten micrófono y, a veces, hasta tertulia. A ojos y oídos del público medio merecerá el mismo crédito un ufólogo que un astrobiólogo, un homeópata que un médico de verdad, un historiador que un piramidiota… Se alimenta así la idea de que todas las opiniones son igualmente respetables, de que allí donde aparece un científico diciendo algo tiene que aparecer, para equilibrar, un heterodoxo y que el público decida lo que es verdad. ¿Es eso lo que queremos?