“La culpa es de las redes sociales”. No me dirán que la sentencia no les suena familiar. De un tiempo a esta parte, el periodismo anda inquieto por la facilidad con que se expanden los bulos y las mentiras a través de las redes sociales. Muchas veces son los mismos que nos han alertado de la existencia de un juego –el de la ballena azul– que lleva a los adolescentes a suicidarse, del peligro de las borracheras femeninas por meterse en la vagina tampones empapados en vodka –el llamado tampodka–, del riesgo de que los teléfonos móviles provoquen cáncer y de las bondades de la homeopatía, por citar cuatro falsedades con gran predicamento mediático.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y el Brexit, dos victorias de la mentira y el populismo, han provocado un terremoto en torno a lo que se ha dado en llamar posverdad. Acuñado en 1992, el término, según el Diccionario Oxford, “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Es un neologismo para rebautizar el impacto de uno de los usos de la mentira de toda la vida: la propaganda. Sin embargo, como si el uso propagandístico de falsedades fuera algo nuevo, algunos grandes medios dedican tribunas y reportajes a la posverdad, los bulos y las mentiras, incidiendo en que el peligro está en las redes sociales y el efecto eco, consecuencia de la creación de comunidades ideológicas aisladas del exterior, de burbujas impermeables a mensajes discrepantes.
El problema no son las redes. El problema es la mentira, el bulo, la noticia falsa. Algo tan viejo como el ser humano y a lo que en demasiadas ocasiones se ha hecho la vista gorda desde los grandes medios, cuando no se ha alimentado, sobre todo desde la generalización de Internet y la necesidad de financiar las webs a golpe de clic, de impacto publicitario. Nada nuevo, por otra parte. La mentira ha sido siempre un gran negocio. No es una novedad que se publiquen libros llenos de mentiras, que haya revistas y programas de radio y televisión cuyo negocio sea explotar las credulidad del personal. Es lo que ha hecho siempre el mercado de lo paranormal, en el que un autor es más famoso cuanto más inmune es a la verdad o cuanto más chiflado está. Elijan ustedes.
En España, por ejemplo, ya en los años 70 había una colección de libros, Otros mundos, cuyo denominador común era la posverdad mucho antes de que se inventara el término (con la excepción de La conexión cósmica, de Carl Sagan, que sorprendentemente apareció en el mismo sello). En Otros mundos publicaron sus primeros libros Erich von Däniken, Peter Kolosimo y Juan José Benítez, entre otros autores que siempre han vivido en una realidad alternativa ajena a los hechos. Revistas como Karma.7 y Mundo Desconocido eran entonces las suministradoras periódicas de patrañas pseudocientíficas. Y programas como Más Allá, con Fernando Jiménez del Oso en TVE, y Medianoche, con Antonio José Alés en la Cadena SER, representaban la vanguardia anticientífica en televisión y radio. Lo mismo ocurría en otros países sin que casi nadie se quejara, sin que casi ningún periodista dijera que aquello eran mentiras, en parte, porque los medios serios veían esos temas como algo marginal, indigno de atención.
Las redes sociales, contra la mentira
Digo casi nadie porque precisamente para combatir las patrañas pseudocientíficas nació en 1976 en Estados Unidos el Comité para la Investigación Científica de las Afirmaciones de lo Paranormal (CSICOP), actual Comité para la Investigación Escéptica (CSI), por iniciativa de Isaac Asimov, Martin Gardner, Ray Hyman, Philip J. Klass, Paul Kurtz, James Randi, Carl Sagan, B.F. Skinner y Marcello Truzzi. Fue el germen de un movimiento, hoy presente en todo el mundo, cuya motivación ha sido siempre combatir la mentira, muchas veces vendida como verdad desde los grandes medios de comunicación que hoy llamamos convencionales.
“¡Qué escándalo! He descubierto que aquí se miente”, dice ahora parte de la profesión periodística ante fenómenos como Trump y los bulos que circulan por las redes sociales. En mi despacho, montañas de recortes de prensa prueban el cinismo de esa indignación. Según esos recortes, se han demostrado los poderes de Uri Geller, es posible determinar el carácter de una persona por su caligrafía, las antenas de telefonía provocan graves enfermedades, los extraterrestres secuestran humanos, las pirámides de Egipto son obra de alienígenas, la Atlántida existió, la resurrección de Jesucristo fue demostrada por la NASA, las medicinas alternativas funcionan, hay que gente a la que posee el Diablo, es posible hablar con los muertos… Estas afirmaciones extraordinarias e infundadas, y muchas otras por el estilo, no están tomadas de revistas esotéricas, sino de medios generalistas, los mismos que ahora se escandalizan por el desprecio a los hechos de la Administración de Trump y la rápida expansión de los bulos, los mismos que hace unos días informaban de la santificación por el Papa de dos niños que dijeron ver a la Virgen en Fátima (Portugal) en 1917 como si los milagros fueran más que ficciones religiosas.
Tenemos un serio problema con la mentira, pero no es nuevo ni consecuencia de la existencia de las redes sociales. Éstas expanden falsedades, como antes lo empezó a hacer la imprenta y más recientemente la radio y la televisión. Confiar en que las grandes corporaciones de la era digital evitarán mediante algoritmos la difusión de bulos es como hacerlo en los sistemas de autocontrol de la publicidad y de la profesión periodística. Inútil. No existe una solución a un problema que –y no quiero ponerme dramático– puede llegar a poner en peligro la propia democracia y cuyos efectos sólo pueden paliarse con una ciudadanía mejor informada y más crítica, justo por lo que llevamos décadas abogando los escépticos. ¿Cómo se consigue eso? Tampoco lo sé.
La lucha contra la desinformación debería empezar en la escuela, sembrando la duda entre los más jóvenes y enseñándoles que lo que muchas veces se presenta como realidad no lo es y que, cuando alguien hace una afirmación, hay que pedirle las pruebas. Siempre. Sería fundamental, además, que los medios de comunicación serios llamaran a la mentira por su nombre también cuando sale de la boca de alguien que no es Donald Trump, y que los profesionales del periodismo fuéramos más críticos y pudiéramos hacer nuestro trabajo como es debido. Esto último no siempre es posible. Aunque los periodistas a los que la verdad importa un bledo son una minoría, a las prisas propias de la profesión se han sumado en los últimos años factores que han minado la credibilidad de los medios: el ansia por el clic –hay que llamar la atención del público hacia nuestro producto en un mercado donde la oferta de noticias resulta apabullante– y el adelgazamiento forzado de las plantillas a consecuencia de la crisis del modelo de negocio. Si cada vez hay en las redacciones menos periodistas y más trabajo, ¿quién comprueba los datos? Si otros medios supuestamente serios publican una historia falsa como si fuera real, ¿cómo convenzo a mis jefes de que no lo es? Si la gente pincha en la noticia y ganamos dinero con cada clic, ¡qué importa que sea mentira!
Reflexionen sobre ello y, entre tanto, cuando descubran una falsedad en algún medio, cuéntenlo en las redes sociales. Así se ha conseguido que la homeopatía ya no tenga en España la buena prensa de otros tiempos, gracias a la redes y a la movilización en ellas de la comunidad escéptica. Porque a ningún medio le gusta que le acusen de fomentar un fraude, una mentira, y las reglas del juego han cambiado para todos: lo mismo que cualquiera puede difundir un bulo, cualquiera puede denunciar públicamente ese engaño… gracias a los blogs y las redes sociales.