Cualquier misterio gana si hay nazis de por medio. Bien lo saben las revistas esotéricas españolas, que desde hace décadas lucen cada dos por tres en sus portadas a Adolf Hitler o algún símbolo nazi para relacionar ese régimen con el Grial, el ocultismo, los platillos volantes, el Arca de la Alianza, las sectas… En su libro Área 51. La historia jamás contada de la base militar más secreta de América (2011), recientemente traducido al español, la periodista estadounidense Annie Jacobsen va más allá y achaca el caso de Roswell a un plan del sanguinario Iósif Stalin en el que habría participado el no menos sanguinario Josef Mengele. Comunistas, nazis y platillos volantes, ¿se puede pedir más?
El diario Roswell Daily Record informó el 8 de julio de 1947 en su primera página de que el Ejército estadounidense tenía en su poder un platillo volante que se había estrellado en un rancho cercano a Roswell, Nuevo México. Al día siguiente, sin embargo, los militares dijeron que los restos correspondían en realidad a piezas de un globo meteorológico y mostraron a la Prensa unos trozos de madera de balsa y papel de aluminio. Nadie creyó entonces que una nave extraterrestre se hubiera accidentado cerca de Roswell, y el caso cayó en el olvido hasta 1980, cuando Charles Berlitz y William Moore publicaron El incidente, libro en el que sostenían que no sólo se habían recuperado los restos de un ingenio de otro mundo, sino también cuerpos de sus tripulantes. Lo cierto es que los militares habían mentido en 1947 al decir que había caído un globo meteorológico. No había ocurrido eso. Según información desclasificada en 1994, los restos de Roswell correspondían al globo número 4 del proyecto ultrasecreto Mogul, cuyo objetivo era detectar las ondas sonoras de las primeras pruebas nucleares soviéticas. Jacobsen afirma ahora que el platillo volante de Roswell fue una aeronave fabricada en la Unión Soviética y tripulada por seres humanos víctimas de experimentos del doctor Mengele.
“No eran extraterrestres. Ni tampoco eran aviadores convencidos. Eran conejillos de indias humanos. Eran personas inusualmente bajitas para ser pilotos, y parecían niños. No medirían más de un metro y medio de altura”, escribe. Aquellos humanos, de los que sobrevivieron dos “en estado comatoso”, tenían “unas cabezas muy grandes y el contorno de sus ojos tampoco era normal”. Sus restos y los de la nave acabaron en el Área 51, donde los estudiaron cinco ingenieros que descubrieron en el interior del platillo una inscripción en cirílico y determinaron así su origen. El objetivo de Stalin era, dice la periodista, que los estadounidenses creyeran que les invadían los marcianos y provocar escenas de pánico “como las vividas en la retransmisión de La guerra de los mundos” de Orson Welles el 30 de octubre de 1938.
La gran revelación del libro cuenta con una única fuente, uno de aquellos ingenieros, un individuo al que Jacobsen oculta en el anonimato. La autora explica estos presuntos hechos al final de su obra, pero ofrece al comienzo un adelanto de su versión del caso de Roswell. Es de agradecer porque así el lector está avisado de que debe poner en cuarentena todo lo que se cuenta en el libro. No es que todo sea mentira. Al contrario. El panorama general es verídico: durante más de medio siglo, Estados Unidos ocultó al mundo la existencia de unas instalaciones en las que la CIA y la Fuerza Aérea probaron los más modernos aviones espía y se aprovecharon de la histeria de los ovnis para ocultarlos al público, y en cuyas inmediaciones se hicieron decenas de ensayos nucleares. El problema es que, como ya advirtieron en su día expertos en el tema, la periodista comete tantos errores que el lego –como es mi caso– no puede estar nunca seguro de si un dato concreto del relato responde a la realidad o no. De lo que sí estuve seguro desde el principio, por mi afición al tema ovni, es de que su versión del caso de Roswell carece del mínimo fundamento y por eso decidí tomar el resto de sus afirmaciones con la misma cautela que si procedieran de Charles Berlitz.
Preguntas sin respuesta
El relato de Roswell de Jacobsen se basa en una única fuente y anónima. Si no recuerdo mal, la única anónima en un libro plagado de testimonios sobre hechos – muchos conocidos desde hace tiempo– que podrían dañar más a un Gobierno que la revelación de que su principal enemigo le intentó engañar a mediados del siglo XX. Si el suceso ocurrió como sostienen la autora y su presunto informante, un ingeniero de una empresa contratada por el Gobierno, sacar a la luz la historia no dañaría de ningún modo la reputación de EE UU porque los malvados habrían sido otros.
¿Dónde están las pruebas de que Stalin dispusiera en 1947 de naves con forma de platillo con una “extraordinaria capacidad de vuelo” que “quedaban suspendidas (en el aire) por unos instantes de vez en cuando antes de reemprender el vuelo”? ¿De dónde sacó el doctor Mengele el tiempo y qué tecnología empleó para crear esos humanos cabezones de ojos rasgados sólo dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué sentido tiene realizar inscripciones en cirílico en una nave que quieres que el enemigo crea procedente de otro mundo? ¿Y llenar el aparato de individuos que, de sufrir un accidente, demostrarían su origen humano? ¿Por qué EE UU habría de ocultar en el siglo XXI un intento de agresión de esas características? Sinceramente, para creerse la versión de Jacobsen hay que suspender la incredulidad más que en una película de Disney.
Según la periodista, el Área 51 no empezó a construirse en 1955 para servir de base a los nuevos aviones espía de la CIA, sino años antes para acoger los restos del platillo de Roswell. “El Área 51 se denomina de este modo no porque fue un cuadrante elegido al azar, como se ha dicho en tantas ocasiones, sino porque los restos del accidente de 1947 en Roswell, Nuevo México, fueron enviados desde la Base de la Fuerza Aérea de Wright-Patterson a un lugar secreto del desierto en Nevada precisamente en el año 1951”, dice. No muestra, claro, ni una prueba que respalde lo que afirma, que además contradice el hecho, de sobra conocido, de que el nombre de Área 51 se debe a que ése era el número de la parcela en los mapas del Emplazamiento de Pruebas de Nevada, dependiente del actual Departamento de Energía.
A la hora de vender su versión de los hechos de Roswell, la autora de Área 51. La historia jamás contada de la base militar más secreta de América ignora toda la información desclasificada sobre el caso en los últimos 20 años. Simplemente, no existe. Así, por ejemplo, no cita en ningún momento The Roswell report. Case closed, trabajo de James McAndrew publicado por la Fuerza Aérea en 1997, a pesar de que –o quizá porque– en él se demuestra que lo que se estrelló en Nuevo México fue un globo del Proyecto Mogul y que los cuerpos que algunos dicen haber visto en el desierto podrían ser maniquíes de posteriores pruebas de caída libre que los testigos ubican mal en el tiempo. Por todo esto, el relato de Roswell de Jacobsen merece tanto crédito como el de Juan José Benítez sobre una base extraterrestre en la Luna, también basado en una fuente anónima.
Mención aparte merece la edición de la obra, con una traducción en la que se suceden errores y erratas, y que al parecer nadie ha revisado; que sitúa al final del libro las notas, pero no la llamada correspondiente en cada página; y que no incluye ninguna de las más de 60 fotos históricas del original estadounidense. La edición española de Área 51. La historia jamás contada de la base militar más secreta de América es una chapuza, una tomadura de pelo a la altura de la hipótesis de Jacobsen sobre lo que sucedió en Roswell.
El libro
Jacobsen, Annie [2011]: Área 51: La historia jamás contada de la base militar más secreta de América [Area 51. An uncensored history of America’s top secret military base]. Luciérnaga (Colección ‘OCultura’). Traducción de Carme Font. Barcelona 2017. 575 páginas.